¿Quién eres cuando hablas?

No en el sentido amplio y filosófico, sino en el acto preciso y cotidiano de abrir la boca y dejar salir palabras. La voz que eliges, las pausas que te permites, las expresiones que prefieres… ¿son realmente tú, o son una versión tuya moldeada para ese momento, ese público, ese espacio?

Llevo años enseñando e investigando sobre lenguaje e identidad, y cuanto más aprendo, menos convencida estoy de que tengamos un yo único y fijo. En clase solía mostrar ejemplos de cambio de código, de cómo se nos mueve el acento o adoptamos distintos registros, y el alumnado asentía con educación, quizá imaginando que eso le pasa a otras personas. Luego les pedía que pensaran en la última vez que hablaron con una amiga, un padre o madre, un jefe y una persona desconocida, todo en el mismo día, y se daban cuenta de cuántos “yoes” ya habían representado antes del almuerzo.

En mi caso, la evidencia es personal. Viví veintidós años en el Reino Unido. Durante ese tiempo, mi identidad fue la de extranjera y académica, en ese orden. La primera me la asignaban en cuanto hablaba y mi acento me delataba. Daba igual cuán fluida fuera. La etiqueta de extranjera era instantánea, estable y no negociable. La segunda, académica, era la identidad que ofrecía cuando inevitablemente llegaba la siguiente pregunta: ¿A qué te dedicas? Así fui durante más de dos décadas: primero extranjera, luego académica.

Pero no todas las identidades son fijas. Algunas son fluidas y se desplazan con la misma facilidad con que cambia la luz sobre un rostro. Mi marido, cuando aprendió suficiente español como para distinguir acentos, empezó a notar cómo cambiaba el mío. Soy de Berrotarán, un pueblo agrícola del sur de la provincia de Córdoba. En Buenos Aires, decía que mi acento era bastante neutro. En la ciudad de Córdoba, recogía giros locales. Al llegar a Berrotarán, mis vocales se ensanchaban tanto que casi no podía seguirme. Con ese desplazamiento, se movía también mi identidad. Dejaba de ser la académica extranjera para volver a ser Stellita, la que vivía allá —como se dice en el pueblo—, que es cualquier lugar que no es aquí.

Otros cambios suceden más sutilmente. Viví un tiempo en una localidad obrera al norte de Manchester, con un acento muy marcado. Jugaba al tenis con la gente del lugar y mis amistades de otras zonas empezaron a notar rastros de ese acento deslizándose en mi inglés. Seguía siendo reconociblemente extranjera, pero menos de libros y más sintonizada con el ritmo del sitio. No fingía: me acomodaba, como hacemos todas, muchas veces sin darnos cuenta.

Estos desplazamientos no son máscaras. Son actos de afinación: formas de leer el ambiente y encontrar el registro, el acento o el vocabulario que encaja. A veces ajustamos conscientemente —suavizamos el acento en una entrevista— y a veces sin darnos cuenta —contagiándonos las muletillas de una amiga. El poder también pesa: solemos adaptarnos más al hablar hacia arriba (a la autoridad) que al hablar en horizontal o hacia abajo.

Estables o fluidas, asignadas o elegidas, todas esas voces son reales. La identidad vive en el movimiento entre ellas: entre quien creemos ser y quien la situación nos invita a ser en ese momento. Vuelvo, entonces, a la pregunta: ¿y tú? ¿quién eres cuando hablas?